Gerónimo Andrada es el único sobreviviente del grupo de ocho argentinos que
unió por primera vez las bases Esperanza y San Martín en 1962. Soportó casi 5
meses con temperaturas extremas y recorrió 2.000 kilómetros.
Todo blanco. Durante los dos meses de viaje que llevaban encima –de frío
atroz, temporales y grietas en la superficie que aceleraban el pulso incluso del
más fuerte–, ocho militares argentinos caminaron sobre un manto de nieve y
hielo. Desde el campamento Sur en caleta Carretera, la meseta antártica de 1.842
metros de altura se alzaba frente a ellos separándolos de su destino. Estaban
cerca. Aquel 19 de agosto de 1962, segundo día de marcha contra el monstruo azul
y blanco, la victoria se sentía al alcance de los dedos. Seis días más tarde, se
enarbolaba la bandera argentina en la base San Martín.
Liderados por el Teniente Primero Gustavo Giró, la primera expedición
terrestre invernal argentina en la Antártida, una de las más importantes
realizadas en la zona, tenía como misión reconocer una ruta por tierra que
uniera las bases de Esperanza y San Martín.
Partiendo de la base Esperanza el 14 de Junio de 1962, en pleno invierno
polar, tomó 133 días hacer el recorrido de ida y vuelta (2.000 kilómetros) a lo
largo del extremo nororiental de la península Antártica. Sus aportes, en materia
de experiencia y ejecución, resultaron esenciales para la planificación de la
primera expedición terrestre argentina al Polo Sur en 1965.
Medio siglo después, a la víspera de las “bodas de oro” de la travesía,
Gerónimo Andrada, el único del grupo de ocho que aún vive, recuerda todo como si
fuera ayer.
“Se hizo todo tan natural, tan normal. Sabíamos que lo íbamos a lograr,”
dijo a Clarín. Subiendo con dos trineos tirados por ocho perros cada uno, “ya
desde la cima de la meseta se podían ver los refugios. Fue algo emocionante,”
comenta con ojos brillantes.
El grupo estuvo formado por el teniente primero Gustavo Giró, teniente
Oscar Sosa, sargentos ayudantes Pablo Elgueta y Silvano Corvalán, sargentos
primeros Roberto Carrión y Jorge Rodríguez, sargento Gerónimo Andrada y cabo
primero Ramón Alfonso. Con apenas 25 años, Andrada había sido el benjamín del
grupo y el que menos experiencia tenía. Era la primera vez que pisaba la
Antártida. Y, como todos ellos, al momento quedó prendado.
“Alfonso y el jefe, Giró, eran los dos tipos que marcaban el paso. Eran los
motores. Lo que ellos decían era ley”, reflexiona. “A veces decíamos: ‘para que
a Giró se le escape una sonrisa le tenés que hacer cosquillas’,” recuerda
Andrada. Gracias a esa seriedad y precaución nunca hubo percances. “Para una
partida tan larga, no hubo uno que dijera ‘me lastimé el dedo’. Nada. Se trabajó
diligentemente, conscientemente”, dice Andrada.
Pero sí hubo sustos. A poco de salir de la base Esperanza, mientras
avanzaban sobre el hielo en Bahía Duse, un temporal los obligó a retroceder. “No
se veía nada. Quedó totalmente oscuro” relata. Se les acababan las opciones.
“Alfonso, me acuerdo, dijo: ‘peguemos la vuelta ya, que los perros nos van a
sacar’. Con el olfato, decía, ‘por más que no se vea nada, los perros nos
sacan’”. Y así lo hicieron.
Ciegos, guiados por los animales, alcanzaron la barrera y acamparon.
“Estuvimos dos o tres días encerrados en las carpas. Cuando salimos se
había roto la bahía. Pensamos que se nos había acabado el mundo. Pero queríamos
continuar. Ninguno quería regresar”, dice. Por lo demás, “Marchábamos y,
normalmente, conversábamos, tomábamos mates, un caramelo,” cuenta. Desayunaban
temprano y comían una vez al día, cerca de las 4 de la tarde, cuando acampaban.
Siempre lo mismo: guiso de arroz, charquicán y “corned beef”.
Luego de cuatro meses, era muy poco lo que no conocían el uno del
otro.
“Teníamos poquitas horas de luz porque era pleno invierno. Había que
aprovechar. Pero a veces venían temporales que nos impedían continuar. Pasaban
dos y tres días que no salíamos de las carpas” narra. “Yo era compañero de carpa
de Carrión, el topógrafo. Imaginá 130 días en una carpa dos tipos, las cosas que
nos contábamos. Por ahí decía ‘sí, porque yo me acuerdo cuando iba al colegio,
la piba esta, la morocha esta’...y yo: ‘pero si me dijiste que era rubia’,”
agrega entre carcajadas. “Al tiempo ya conocías todo”, concluye.
Ya de regreso, en la base Matienzo, el grupo se reunió por última vez antes
de dar por concluido el trayecto. “Ese día nos abrazamos ahí”, se emociona.
“Todos fueron elogios, sin reproches. Fue el momento más lindo. Había tanto
compañerismo” agrega.
Como parte del ejército argentino y, más tarde, con el Comando Antártico,
Andrada mantuvo siempre un pie en la Antártida, hasta cumplir los 60. Hoy, a los
75, retirado y desde la calidez de su casa en Liniers con su esposa y dos hijos,
el llamado del blanco parece haberse reducido a murmullo. Pero, en sus ojos, la
llama de los viejos tiempos y glorias pasadas resplandece más fuerte que nunca.
Tal vez por eso, y a modo de celebración, escribió: “Hoy, al cumplirse 50 años
de esta exitosa expedición, Dios y el destino quiso que alguien de estos ocho
hombres estuviera con vida para rendirles este humilde homenaje”.
por Inés Pérez
Fuente:
Diario Clarín 19/8/2012
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